Por: Ignacio Bernal. Biblioteca Digital ILCE. 21/10/2025
PRESENTACIÓN
A veces
los libros se convierten en guías para un turismo imposible que nos lleva a lugares que ya no existen y nos presenta con personas que ya no viven. Aunque la inmensa ciudad de México está asentada sobre el mismo espacio geográfico que ocupara la gran Tenochtitlan, es evidente —y lamentable— que el Valle de Anáhuac ya no cuenta con las faccciones ni el semblante que definieron su belleza de hace siglos. Sólo por libros sabemos que este majestuoso valle, que se eleva a más de dos kilómetros por encima del nivel del mar, mostraba un limpio paisaje de lagos como espejos, bosques como alfombras e imponentes montañas y volcanes nevados que se dejaban ver sin el estorbo de la moderna contaminación.
FONDO 2000
presenta aquí una selección del célebre libro Tenochtitlan en una isla, de Ignacio Bernal, quien, a través de hondas investigaciones entre los restos de nuestra memoria prehispánica y gracias también a incansables lecturas de las primeras crónicas españolas de la Conquista, realizó una de las mejores descripciones de lo que él mismo definió como “un cuadro de fantástica belleza”. Más que hacer un minucioso panegírico de las grandezas de la civilización azteca, Bernal se preocupó por desentrañar las diversas etapas en el poblamiento del Valle de Anáhuac que precedieron a la época del esplendor mexica, realizando un recorrido historiográfico, por las sucesivas generaciones que “perecieron víctimas de sus locuras y destrozadas por los eternos bárbaros”.
Nacido en la ciudad de México en 1910, Ignacio Bernal dedicó su vida al estudio de la antropología y llegó a se director general del Instituto Nacional de Antropología e Historia de 1968 a 1970; ocupó en dos ocasiones la dirección del Museo Nacional de Antropología (1962-68 y 1970-76) y desempeñó diversos encargos diplomáticos. Prolífico autor de artículos, ensayos y libros, Bernal fue miembro de El Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de la Lengua así como de la de Historia. En 1969 recibió el Premio Nacional y a lo largo de su vida obtuvo numerosas distinciones internacionales.
Como un moderno Bernal Díaz del Castillo, Ignacio Bernal es un testigo privilegiado del grandioso paisaje de nuestro pasado. El lector de estas páginas recorrerá los espacios de un paisaje sumergido en la noche de los tiempos, una planicie ahora sembrada de edificios y cuadriculada por miles de kilómetros de asfalto, que antiguamente mostraban maravillosos lagos y fértiles tierras, los cuales, en palabras del propio autor, “son también los creadores y destructores de los pueblos que allí vivieron. Ahora, secos, cobran venganza de la ciudad haciendo de ella un barco que se hunde lentamente”.
LOS NUEVOS BÁRBAROS
Con la caída de Tula , otra gran oleada de pueblos nómadas se dirige como un torbellino hacia el sur, invade las tierras de los pueblos sedentarios y arrasa todo a su paso. Son los cazadores bárbaros que se enfrentan de nuevo a los agricultores civilizados. Tula vencida, no quedaba ningún poder lo bastante fuerte para oponerse a sus incursiones. Conocemos a estos nómadas con el nombre genérico de chichimecas. Esta palabra no indica una tribu específica sino más bien un conjunto de grupos, a veces bastante diferentes, que se alían en ciertos momentos y en otros combaten entre ellos, pero cuyo rasgo común es un seminomadismo.
La palabra chichimeca en náhuatl significa, según se dice, “linaje de perros”. No debemos dar a este nombre el sentido infamante que tendría entre nosotros, ya que muy probable se refiere a un nombre tribal en que el perro es el tótem de la tribu, como es tan frecuente encontrar en otras varias partes de América y aun, a veces, en el centro y noroeste de México. Con el tiempo, el significado de este nombre se amplió hasta incluir no sólo a los chichimecas originales, sino a todos los recién llegados o a los emigrantes que llevaban vida nómada. Por lo tanto, en un sentido general, vino a simbolizar la oposición entre el chichimeca bárbaro y el tolteca culto. Es posible también, como lo ha sugerido Jiménez Moreno, que el nombre chichimeca provenga de una vieja leyenda de origen huichol. Cuentan que la madre de los dioses habló a un leñador anunciándole un diluvio en el que morirían todos los hombres, para salvarse debía encerrarse en un tronco hueco, en la curiosa compañía de una perra. Esto hizo el leñador y como la diosa cerró muy bien el tronco, éste flotó hasta que pasó la inundación y salieron el leñador y su perra. Se instalaron en una cueva y él salía diariamente a cortar leña. Como el leñador era el único hombre sobreviviente, le extrañaba muchísimo que, al regresar a la cueva, todos los días encontrara agua del río y tortillas calientes. Presa de curiosidad decidió esconderse y entonces vio que la perra se quitaba la piel y se convertía en una mujer. Mientras iba al río a traer agua, el leñador quemó la piel de la perra. La mujer inmediatamente empezó a gritar sintiendo terribles dolores en la espalda, y es que tenía la espalda quemada al igual que la piel de la perra. El leñador le echó el agua con la que se preparaba la masa para las tortillas y con eso se alivió. Después se casaron y sus hijos explican las palabras “linaje de perros”. Tal vez sea el recuerdo de esta historia lo que hizo que al aparecer los chichimecas en el valle de Puebla les arrojaran el agua del nixtamal, llamándolos hijos de perros.
A primera vista resulta un poco difícil entender cómo estos cazadores nómadas pudieron reunir la fuerza suficiente para asediar y aun vencer a los grandes imperios establecidos. Pero las ruinas de Chalchihuites y especialmente de La Quemada, así como sitios en Durango, Querétaro y otros indican que estas tribus, aunque fundamentalmente nómadas, no lo eran del todo. Habían construido centros donde probablemente se reunían para las fiestas o para comerciar, que sirvieron de núcleo de atracción a grupos esparcidos. Durante siglos recibieron influencias teotihuacanas y toltecas y muchos rasgos civilizados. La Quemada, en Zacatecas, es una ciudad de extensión considerable rodeada de muchas otras poblaciones que dependían de alguna fuente permanente de abastecimientos. Esta fuente no podía ser sino la agricultura; es decir que, en este caso, como en varios otros, se habían formado en el área de los nómadas islotes agrícolas más ricos y poderosos. En otras palabras, la frontera de Mesoamérica se extendía más al norte que en el siglo XVI
. Estos sitios demuestran la existencia de grupos con una cohesión más o menos permanente y una población bastante mayor que la que jamás hubiera podido tener una simple tribu de cazadores-recolectores. Sin embargo, La Quemada, con todo y su tamaño y el evidente esfuerzo que representa, está lejos de llegar a los refinamientos de otras ciudades de su época. Los edificios son de piedra sin tallar y sin empleo de mezcla. Las paredes no están revestidas de estuco y no encontramos ningún rastro de murales o de escultura. Esto es cierto en todos los sitios al norte de Mesoamérica.
Es probable que de esta ciudad, o de otras similares, salieran los innumerables grupos que en diversos momentos se lanzaron a la conquista de sus vecinos del sur.
Entre todos estos grupos se mueve uno de mínima importancia y que quizá sólo asistió como espectador, o cuando menos con un papel insignificante, a la ruina del imperio tolteca. Debía, con el tiempo, ilustrarse extraordinariamente; se trata de los mexicas, que aparecen por primera vez en el escenario de la historia.
Los datos más antiguos que poseemos sobre ellos son semihistóricos y semilegendarios. Se cuenta que salieron de una cueva situada en una isla llamada Aztlán, de donde, por cierto, deriva su nombre de aztecas, aunque éste era más bien su nombre de “mexicas”, de aquí el mexicano de hoy. Con el tiempo y las grandezas se harán llamar “culhuas”, para indicar con ese término su descendencia tolteca, es decir, civilizada.