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La consumación de la Independencia

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Presentación

En estas páginas, FONDO 2000 presenta una selección del Ensayo histórico de las revoluciones de México desde 1808 hasta 1830 de Lorenzo de Zavala, uno de los protagonistas más polémicos del siglo XIX mexicano y una de las figuras más controvertidas entre quienes esculpieron el perfil de la nueva nación independiente.

Lorenzo de Zavala nació en Yucatán en 1788, probablemente en Conkal, aunque hay quien afirma que era de Mérida. Estudió en el Seminario Conciliar de Mérida, donde se hizo notar al rebelarse contra el pensamiento de santo Tomás de Aquino. Terminó sus estudios de teología en 1807 y se incorporó a las juntas de San Juan, la facción yucateca que luchaba por la independencia. Fundó el primer periódico en aquella península y de 1814 a 1818, cuando estuvo preso en San Juan de Ulúa, adquirió conocimientos de medicina y aprendió el inglés.

En 1820 fue elegido diputado a las cortes españolas; se destacó en Madrid, París y otras ciudades europeas como un férreo defensor de la independencia de México. Su renombre aumentó en 1822 al ser elegido diputado en el primer Congreso Nacional, en donde se distinguió como ferviente federalista. Posteriormente fue senador por Yucatán en el primer Congreso Constituyente, al tiempo que era asiduo colaborador del periódico El Águila Mexicana. Participó activamente en las logias masónicas yorkinas y llegó a ser gobernador del estado de México. Lorenzo de Zavala alentó y cooperó en el célebre motín de La Acordada que puso en el poder al general Vicente Guerrero. Este último lo nombró ministro de Hacienda en 1829, cargo que ocupó durante algunos meses y que, a la caída del régimen, abandonó para exiliarse en Europa.

Durante su largo recorrido por ese continente, Lorenzo de Zavala redactó su polémico y ya famoso Ensayo que, aunado a su combativa personalidad y a sus radicales ideas, le valieron numerosas enemistades y no pocas filiaciones. Volvió a ser gobernador del estado de México en 1832, nuevamente diputado por Yucatán en 1833 y ministro plenipotenciario en Francia en 1834.

Estando en Francia escribió Viaje a los Estados Unidos de América, lo que quizás influyó para que renunciara a su cargo y decidiera radicar en Texas, donde además tenía cuantiosas propiedades. En ese estado participó, como diputado por Harrisbourg, en la Convención de Austin y en otras asambleas en donde se forjó la independencia de Texas. Al proclamarse ésta, Zavala fue elegido vicepresidente de la efímera nación texana, por lo cual perdió su nacionalidad mexicana. Murió en Texas en 1836.

Monárquico e independentista, federalista y reformista, Lorenzo de Zavala conjugó en su vida la acción y la reflexión, las ideas con el servicio público y la actuación política con la reflexión histórica. El lector de estas páginas tiene en sus manos párrafos de la historia de México, así como fragmentos de una crónica particular: la combinación, sin duda, ayuda a esclarecer muchos puntos incomprendidos de nuestro pasado.

Entrada de Iturbide en México

El día 27 de septiembre de 1821, once años once días desde el grito dado en el pueblo de Dolores, entró en México el ejército trigarante en medio de las aclamaciones del pueblo y de una alegría general. Iturbide era el ídolo a quien se tributaban todos los homenajes, y los generales Guerrero y Bravo, nombres venerables por sus antiguos servicios, casi estaban olvidados en aquellos momentos de embriaguez universal. Se percibían algunas veces los gritos de viva el emperador Iturbide; pero este jefe tenía la destreza de hacer callar aquellas voces, que podían alarmar a los dos partidos que ya comenzaban a pronunciarse, y eran el de los republicanos y el de los borbonistas. Ya se habían despertado estos recelos cuando la entrada en la Puebla de los Ángeles, con motivo de los gritos del pueblo, que pedía por emperador al generalísimo del ejército nacional, y más que todo porque se sabía que el obispo D. Joaquín Pérez, a quien hemos visto tomar tantos colores, había aconsejado a Iturbide que se coronase. Es evidente que en aquellos momentos hubiera sido fácil la empresa, porque no se habían organizado los partidos que después hicieron la guerra a este caudillo desgraciado. Si desde el principio concibió el proyecto de hacerse emperador, cometió una falta muy grave en no haber preparado los medios, y en crear obstáculos a la realización de su empresa. Dentro de poco veremos a este hombre rodeado de embarazos que él mismo se formó, de manera que no pudo hacer ninguna cosa útil a su patria, ni menos satisfacer su ambición, que no podía ocultar a pesar de las fingidas demostraciones de desprendimiento, que servían más para descubrir que para ocultar sus intenciones. Iturbide se parecía a aquellos herederos de grandes caudales, que no conociendo el valor de sus riquezas las desperdician. Muy poco había costado a este jefe el triunfo sobre los enemigos de su patria y la conquista de la opinión pública que anteriormente le era enteramente contraria, y creyó que podía disponer de ella como se usa de un capital para compras y ventas. Su superioridad facticia le causó una ilusión funesta; porque pensaba que ninguno se atrevería a disputarle ni la primacía, ni sus derechos al reconocimiento público. Olvidaba tantos héroes desgraciados que le habían precedido, y su mayor desgracia y desacierto fue proponerse por modelo al hombre extraordinario que acababa de desaparecer en Santa Elena. ¡Cuántos hombres se han perdido por estas ridículas pretensiones!

Ocupada la capital, se trató inmediatamente de organizar un gobierno provisional mientras se reunía el congreso, conforme a la convocatoria que debía formar una junta nombrada por Iturbide, encargada interinamente del poder legislativo. Se nombró una regencia, compuesta del mismo Iturbide, como presidente, del señor D. Manuel de la Bárcena, del obispo de Puebla D. Joaquín Pérez, D. Manuel Velázquez de León, y D. Isidro Yáñez. Este cuerpo debía ejercer el poder ejecutivo, y se procedió al nombramiento de una asamblea, compuesta de cuarenta miembros, que, como he dicho, debía ejercer el poder legislativo, mientras el congreso se reunía. En esta asamblea entraron personas que no podían sufrir que Iturbide se atribuyese la gloria y quisiese recoger los frutos de la empresa conseguida. Fuesen celos, fuese un deseo desinteresado de oponerse a la usurpación de un poder arbitrario, o ya un convencimiento de que convenía una dinastía extranjera; fuese, en fin (como sucedía sin duda en algunos), un entusiasmo ciego, pero sincero por la libertad, Iturbide encontró enemigos poderosos en varios miembros de la junta llamada soberana. D. José María Fagoaga, personaje conocido por sus padecimientos, por su adhesión a la constitución española, por sus riquezas y buena moral; D. Francisco Sánchez de Tagle, igualmente estimado por sus luces y otras cualidades; D. Hipólito Odoardo, D. Juan Orbegozo; estos individuos se pusieron desde luego en el partido de la oposición y formaron una masa en que se estrellaban todos los proyectos de Iturbide.

Oigamos al mismo jefe explicarse sobre este particular.

Yo entré en México [dice en sus Memorias] el 27 de septiembre. En el mismo día fue instalada la junta de gobierno de que se habla en el plan de Iguala, y tratado de Córdoba. Yo mismo la nombré; pero no de una manera arbitraria, porque procuré reunir en esta asamblea los hombres de cada partido que gozasen de la mas alta reputación. En circunstancias tan extraordinarias, éste era el solo medio a que podía recurrir para satisfacer la opinión pública.

Mis medidas hasta entonces habían obtenido la aprobación general, y no se habían frustrado mis esperanzas en ningún caso. Pero luego que la junta entró en el ejercicio de sus funciones, alteró los poderes que le habían sido acordados, y pocos días después de su instalación, ya yo preví cuál sería probablemente el resultado de todos mis sacrificios. Desde este momento temblé por la suerte de mis conciudadanos. Tenía en mi mano tomar de nuevo el poder, y me preguntaba a mí mismo por qué no lo hacía, si semejante medida era necesaria a la salvación de mi patria. Consideré, sin embargo, que por mi parte sería temerario tentar esta empresa por mi solo juicio. Por otra parte, si consultase a otras personas, podía traspirarse el proyecto, y en este caso, intenciones que no habían tenido otro origen que mi amor por la patria, y el deseo de asegurar su felicidad, se hubieran quizá  atribuido a miras ambiciosas, e interpretado como violación de mis promesas. Lo cierto es, que aun cuando yo hubiese conseguido hacer todo lo que me proponía, me hubiera extraviado del plan de Iguala, cuya religiosa observancia me había propuesto, porque lo miraba como el escudo del bien público. Ved aquí los verdaderos y principales motivos, que juntos a otros de menor importancia, me impidieron tomar ninguna medida decisiva. Si lo hubiese hecho, habría chocado con los sentimientos favoritos de las naciones civilizadas, y hubiera venido a ser, al menos por algún tiempo, un objeto de execración para los hombres infatuados de ideas quiméricas, y que nunca habían sabido o habían olvidado muy pronto que la república más celosa de su libertad había tenido sus dictadores. Puedo añadir, que siempre he procurado manifestarme consecuente a mis principios, y que habiendo ofrecido establecer una junta, había cumplido mi promesa y que me repugnaba destruir mi misma obra.



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